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viernes, 18 de marzo de 2011

Carta de un loco: Maupassant

Posted by espejogotico 16:26, under | No comments

Carta de un loco (Lettre d’un fou) es un relato fantástico del escritor francés Guy de Maupassant, publicado el 17 de febrero de 1885 en la revista Gil Blas.

Carta de un loco apareció publicado bajo uno de los tantos seudónimos de Guy de Maupassant, en este caso:Maufrignese.




Carta de un loco.

Lettre d’un fou, Guy de Maupassant (1850-1893)

Querido doctor, me pongo en sus manos. Haga usted de mí lo que guste.

Voy a decirle con toda franqueza mi extraño estado de ánimo, y juzgue si no sería mejor que cuidasen de mí durante algún tiempo en una casa de salud, en vez de dejarme presa de las alucinaciones y sufrimientos que me atormentan.

Ésta es la historia, larga y exacta, de la singular enfermedad de mi alma.

Vivía yo como todo el mundo, mirando la vida con los ojos abiertos y ciegos del hombre, sin sorprenderme ni comprender. Vivía como viven las bestias, como vivimos todos, cumpliendo todas las funciones de la existencia, analizando y creyendo ver, creyendo saber, creyendo conocer lo que me rodea, cuando un día me di cuenta de que todo es falso. Fue una frase de Montesquieu la que súbitamente iluminó mi pensamiento. Es ésta: «Un órgano de más o de menos en nuestra máquina nos hubiera dado una inteligencia distinta. En una palabra, todas las leyes asentadas sobre el hecho de que nuestra máquina es de una determinada forma serían diferentes si nuestra máquina no fuera de esa forma.»

He pensado en esto durante meses, meses y meses, y poco a poco ha penetrado en mí una extraña claridad, y esa claridad ha creado ahí la oscuridad. En efecto, nuestros órganos son los únicos intermediarios entre el mundo exterior y nosotros. Es decir, que el ser interior que constituye el yo se halla en contacto, mediante algunos hilillos nerviosos, con el ser exterior que constituye el mundo.

Pero, además de que ese ser exterior se nos escapa por sus proporciones, su duración, sus propiedades innumerables e impenetrables, sus orígenes, su futuro o sus fines, sus formas lejanas y sus manifestaciones infinitas, nuestros órganos, sobre la parcela que de él podemos conocer, no nos suministran otra cosa que informes tan inseguros como poco numerosos.

Inseguros, porque únicamente son las propiedades de nuestros órganos las que determinan para nosotros las propiedades aparentes de la materia. Poco numerosos, porque al no ser nuestros sentidos más que cinco, el campo de sus investigaciones y la naturaleza de sus revelaciones se hallan necesariamente muy restringidos.

Me explico: la vista nos indica las dimensiones, las formas y los colores. Nos engaña en esos tres puntos. No puede revelarnos otra cosa que los objetos y seres de dimensión media, proporcionados a la estatura humana, lo cual nos lleva a aplicar la palabra grande a determinadas cosas y la palabra pequeño a otras, sólo porque su debilidad no le permite conocer lo que es demasiado vasto o demasiado menudo para él. De ahí resulta que no se sabe ni se ve casi nada, que el universo casi entero le queda oculto, la estrella que habita el espacio y el animálculo que habita la gota de agua.

Incluso aunque tuviera cien millones de veces su potencia normal, aunque viese en el aire que respiramos todas las especies de seres invisibles, así como los habitantes de los planetas próximos, todavía quedarían numerosos infinitos de especies de animales más pequeños y mundos tan lejanos que jamás alcanzaría.

Así pues, todas nuestras ideas de proporción son falsas porque no hay límite posible en la magnitud ni en la pequeñez. Nuestra apreciación sobre las dimensiones y las formas no tiene ningún absoluto al venir determinada únicamente por la potencia de un órgano y por una comparación constante con nosotros mismos.

Hemos de añadir que la vista todavía es incapaz de ver lo transparente. Un cristal sin defecto la engaña. Lo confunde con el aire que tampoco ve.

Pasemos al color.

El color existe porque nuestra vista está hecha de modo que transmite al cerebro, en forma de color, las diversas formas en que los cuerpos absorben y descomponen, siguiendo su constitución química, los rayos luminosos que dan en ellos.

Todas las proporciones de esa absorción y de esa descomposición constituyen matices. Así pues, este órgano impone a la inteligencia su modo de ver, mejor dicho, su forma arbitraria de constatar las dimensiones y de apreciar las relaciones de la luz y la materia.

Analicemos el oído. Somos juguetes y víctimas, más todavía que en el caso de la vista, de ese órgano fantasioso. Dos cuerpos, al chocar, producen cierta vibración de la atmósfera. Ese movimiento hace estremecerse en nuestra oreja cierta pielecilla que trueca inmediatamente en ruido lo que en realidad no es otra cosa que una vibración.

La naturaleza es muda. Pero el tímpano posee la propiedad milagrosa de transmitirnos en forma de sentidos, y de sentidos diferentes según el número de vibraciones, todos los estremecimientos de las ondas invisibles del espacio. Esa metamorfosis realizada por el nervio auditivo en el breve trayecto de la oreja al cerebro nos ha permitido crear un arte extraño, la música, la más poética y precisa de las artes, vaga como un sueño y exacta como el álgebra. ¿Qué decir del gusto y del olfato? ¿Conoceríamos los perfumes y la calidad de los alimentos sin las propiedades peregrinas de nuestra nariz y nuestro paladar?

Sin embargo, la humanidad podría existir sin oído, sin gusto y sin olfato, es decir, sin ninguna noción del ruido, del sabor y del olor. Así pues, si tuviéramos algunos órganos menos, desconoceríamos cosas admirables y singulares, pero si tuviéramos algunos más, descubriríamos a nuestro alrededor una infinidad de otras cosas que nunca supondremos por falta de medio para constatarlas. Por lo tanto, nos equivocamos cuando juzgamos lo Conocido, y estamos rodeados de Desconocido inexplorado.

Por lo tanto, todo es inseguro, y puede apreciarse de diferentes maneras. Todo es falso, todo es posible, todo es dudoso.

Formulemos esta certidumbre sirviéndonos del viejo proverbio: «Verdad a este lado de los Pirineos, error al otro lado.»

Y decimos: verdad en nuestro órgano, error en el de al lado. Dos y dos no deben ser cuatro fuera de nuestra atmósfera.

Verdad en la tierra, error más lejos, de donde deduzco que los misterios vislumbrados como la electricidad, el sueño hipnótico, la transmisión de la voluntad, la sugestión y todos los fenómenos magnéticos sólo siguen ocultos para nosotros porque la naturaleza no nos ha proporcionado el órgano o los órganos necesarios para comprenderlos.

Después de haberme convencido de que todo lo que me revelan mis sentidos sólo existe para mí tal como yo lo percibo, y de que sería totalmente diferente para otro ser organizado de otro modo, después de haber llegado a la conclusión de que una humanidad hecha de otra forma tendría sobre el mundo, sobre la vida y sobre todo ideas absolutamente opuestas a las nuestras, porque el acuerdo de las creencias sólo deriva de la similitud de los órganos humanos, y las divergencias de opiniones provienen únicamente de ligeras diferencias de funcionamiento de nuestros hilillos nerviosos, he hecho un esfuerzo de pensamiento sobrehumano para suponer lo impenetrable que me rodea.

¿Me he vuelto loco?

Me he dicho: «Estoy rodeado de cosas desconocidas.» He supuesto al hombre desprovisto de orejas y he supuesto el sonido como suponemos tantos misterios ocultos; el hombre constata fenómenos acústicos cuya naturaleza y procedencia no podría determinar. Y he tenido miedo de todo lo que me rodea, miedo del aire, miedo de la oscuridad. Desde el momento en que no podemos conocer casi nada, y desde el momento en que todo es ilimitado, ¿qué es el resto? ¿No es el vacío? ¿Qué hay en el vacío aparente?

Y ese terror confuso de lo sobrenatural que acosa al hombre desde el nacimiento del mundo es legítimo, porque lo sobrenatural no es otra cosa que lo que permanece velado para nosotros. Entonces he comprendido el espanto. Me ha parecido que rozaba constantemente el descubrimiento de un secreto del universo. He intentado aguzar mis órganos, excitarlos, hacerles percibir por momentos lo invisible.

Me he dicho: «Todo es un ser. El grito que pasa en el aire es un ser comparable a la bestia, puesto que nace, produce un movimiento y se transforma incluso para morir. Por lo tanto, el espíritu pusilánime que cree en seres incorpóreos no se equivoca. ¿Quiénes son?»

¡Cuántos hombres los presienten, se estremecen cuando se acercan, tiemblan con su imperceptible contacto! Uno los siente a su lado, alrededor, pero es imposible distinguirlos, porque no tenemos los ojos que los verían, o mejor dicho el órgano desconocido que podría descubrirlos.

Así pues, sentía en mí, más que nadie, a esos transeúntes sobrenaturales. ¿Seres o misterios? ¿Lo sé acaso? No podría decir lo que son, pero siempre podría señalar su presencia. Y he visto -he visto un ser invisible- hasta donde puede verse a esos seres.

Permanecía noches enteras inmóvil, sentado ante mi mesa, con la cabeza entre las manos y pensando en esto, pensando en ellos. De pronto creí que una mano intangible, o más bien un cuerpo inasequible, rozaba ligeramente mi pelo. No me tocaba, por no ser de esencia carnal, sino de esencia imponderable, incognoscible. Pero una noche oí crujir el entarimado a mis espaldas. Crujió de un modo singular. Me estremecí. Me volví. No vi nada. Y no volví a pensar en ello.

Pero al día siguiente, a la misma hora, se produjo el mismo ruido. Tuve tanto miedo que me levanté, seguro, completamente seguro de que no estaba solo en mi cuarto. No se veía nada sin embargo. El aire estaba límpido y transparente en todas partes. Mis dos lámparas iluminaban todos los rincones.

El ruido no se repitió y fui calmándome poco a poco; sin embargo, permanecía inquieto y me volvía a menudo. Al día siguiente me encerré a hora temprana, buscando la forma en que podría conseguir ver lo Invisible que me visitaba.

Y lo vi. Estuve a punto de morir de terror.

Había encendido todas las bujías de mi chimenea y de mi lustro. La habitación estaba iluminada como para una fiesta. Sobre la mesa ardían mis dos lámparas. Frente a mí, la cama, una vieja cama de roble con columnas. A la derecha, mi chimenea. A la izquierda, la puerta, con el cerrojo echado. A mi espalda, un grandísimo armario de luna. Me miré en él. Tenía unos ojos extraños y las pupilas muy dilatadas.

Luego me senté como todos los días.

La víspera y la antevíspera el ruido se había producido a las nueve y veintidós minutos. Esperé. Cuando llegó el momento preciso, percibí una sensación indescriptible, como si un fluido, un fluido irresistible hubiera penetrado en mí por todas las parcelas de mi carne, sumiendo mi alma en un espanto atroz. Y se produjo el crujido, justo a mi lado.

Me incorporé volviéndome tan deprisa que estuve a punto de caerme. Se veía como en pleno día, ¡pero yo no me vi en el espejo! Estaba vacío, claro, lleno de luz. Yo no estaba dentro, y sin embargo me hallaba enfrente. Lo miré con ojos enloquecidos. No me atrevía a avanzar hacia él, sintiendo que entre nosotros se interponía él, lo Invisible, y que me tapaba.

¡Qué miedo pasé! Y he aquí que empecé a verlo envuelto en bruma en el fondo del espejo, en una bruma como a través del agua; y me parecía que aquella agua fluía de izquierda a derecha, lentamente, volviéndome más preciso segundo a segundo. Era como el final de un eclipse. Lo que me tapaba no tenía contornos, sino una especie de transparencia opaca que iba aclarándose poco a poco.

Y finalmente pude verme con claridad, como hago todos los días cuando me miro.

¡Lo había visto! Y no he vuelto a verlo. Pero lo espero sin cesar, y siento que mi cabeza se extravía en esa espera. Permanezco horas, noches, días y semanas delante del espejo esperándolo. ¡Ya no viene!

Ha comprendido que yo lo había visto. Mas yo sé que lo esperaré siempre, hasta la muerte, que lo esperaré sin descanso, delante de ese espejo, como un cazador al acecho. Y en ese espejo empiezo a ver imágenes locas, monstruos, cadáveres horribles, toda clase de bestias espantosas, de seres atroces, todas las visiones inverosímiles que deben acosar la mente de los locos.

Ésta es mi confesión, querido doctor. Dígame qué debo hacer.

Guy de Maupassant (1850-1893)

martes, 1 de marzo de 2011

La ruptura: Delmira Agustini

Posted by espejogotico 14:18, under | No comments

La ruptura (La ruptura) es un poema de amor de la escritora uruguaya Delmira Agustini, publicado en lacolección de poemas de 1913: Los cálices vacíos.

La ruptura expone una de las facetas más admirables de Delmira Agustini: la capacidad de avivar el caos interior sin apaciguarlo bajo la luz de la palabra, es decir, sin someter el efecto a sus medios expresivos. En otros poetas, el resultado de esta operación temeraria suele ser una de las formas del tedio. No en Delmira Agustini, por cierto, cuyos ejercicios introspectivos dejan la impresión de un profundo -y brutal- autoconocimiento.

La ruptura. 
La ruptura
, Delmira Agustini (1886-1914)


Érase una cadena fuerte como un destino,
Sacra como una vida, sensible como un alma;
La corté con un lirio y sigo mi camino
Con la frialdad magnífica de la Muerte... Con calma

Curiosidad mi espíritu se asoma a su laguna
Interior, y el cristal de las aguas dormidas,
Refleja un dios o un monstruo, enmascarado en una
Esfinje tenebrosa suspensa de otras vidas.

Delmira Agustini (1886-1914)

lunes, 21 de febrero de 2011

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Posted by espejogotico 17:53, under | No comments


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Posted by espejogotico 16:53, under | No comments

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Posted by espejogotico 16:51, under | No comments



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Posted by espejogotico 16:41, under | 1 comment

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Posted by espejogotico 16:25, under | No comments

Los dos terrores: Amy Levy

Posted by espejogotico 15:46, under | 1 comment

Los dos terrores (The two terrors) es un poema victoriano de la escritora inglesa Amy Levy, publicado en lacolección de poemas de 1889: Un plátano londinense y otros versos (A London Plane-Tree and Other Verse).





Los dos terrores.
 
The two terrors
, Amy Levy (1861-1889)


Dos terrores atormentan mi alma noche y día:
El primero es la Vida, y con ella el tiempo;
Un cansado y lánguido tren de miserias,
Con ojos anhelantes, demasiado tristes para llorar;
Sobre cuyos rostros, pálidos y grises,
Se extiende la sombra de un infortunio.
La muerte es el segundo terror;
¿Bajo qué forma su manto negro se acercará?

Mi alma no encuentra alivio en la elección,
Podrá ser golpeada más nunca consolada;
Ella se balancea entre pena y dolor,
Atrapada entre dos términos, sacudida.
De uno teme lo que ya conoce,
Del otro, sus benditos horrores desconocidos.

Amy Levy (1861-1889)

domingo, 20 de febrero de 2011

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Posted by espejogotico 16:29, under | No comments

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sábado, 19 de febrero de 2011

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Posted by espejogotico 12:32, under | No comments

viernes, 18 de febrero de 2011

El infierno artificial: Horacio Quiroga

Posted by espejogotico 13:13, under | No comments




El infierno artificial (El infierno artificial) es un relato fantástico del escritor uruguayo Horacio Quiroga, publicado en la colección de cuentos fantásticos de 1917: Cuentos de amor, de locura y de muerte.

El infierno artificial examina una cuestión difícil de abordar: la adicción a las drogas. Horacio Quiroga, maestro en el arte de urdir escenas aterradoras, plantea aquí una clase inédita de horror, sobre el cual, presumiblemente, sabía demasiado como para eludir la tentación de pintar sus rasgos más adictivos.


El infierno artificial.
El infierno artificial, Horacio Quiroga (1878-1937)

Las noches en que hay luna, el sepulturero avanza por entre las tumbas con paso singularmente rígido. Va desnudo hasta la cintura y lleva un gran sombrero de paja. Su sonrisa, fija, da la sensación de estar pegada con cola a la cara. Si fuera descalzo, se notaría que camina con los pulgares del pie doblados hacia abajo.

No tiene esto nada de extraño, porque el sepulturero abusa del cloroformo. Incidencias del oficio lo han llevado a probar el anestésico, y cuando el cloroformo muerde en un hombre, difícilmente suelta. Nuestro conocido espera la noche para destapar su frasco, y como su sensatez es grande, escoge el cementerio para inviolable teatro de sus borracheras.

El cloroformo dilata el pecho a la primera inspiración; la segunda, inunda la boca de saliva; las extremidades hormiguean, a la tercera; a la cuarta, los labios, a la par de las ideas, se hinchan, y luego pasan cosas singulares. Es así como la fantasía de su paso ha llevado al sepulturero hasta una tumba abierta en que esa tarde ha habido remoción de huesos -inconclusa por falta de tiempo. Un ataúd ha quedado abierto tras la verja, y a su lado, sobre la arena, el esqueleto del hombre que estuvo encerrado en él.

...¿Ha oído algo, en verdad? Nuestro conocido descorre el cerrojo, entra, y luego de girar suspenso alrededor del hombre de hueso, se arrodilla y junta sus ojos a las órbitas de la calavera.

Allí, en el fondo, un poco más arriba de la base del cráneo, sostenido como en un pretil en una rugosidad del occipital, está acurrucado un hombrecillo tiritante, amarillo, el rostro cruzado de arrugas. Tiene la boca amoratada, los ojos profundamente hundidos, y la mirada enloquecida de ansia.

Es todo cuanto queda de un cocainómano.

-¡Cocaína! ¡Por favor, un poco de cocaína!

El sepulturero, sereno, sabe bien que él mismo llegaría a disolver con la saliva el vidrio de su frasco, para alcanzar el cloroformo prohibido. Es, pues, su deber ayudar al hombrecillo tiritante. Sale y vuelve con la jeringuilla llena, que el botiquín del cementerio le ha proporcionado. ¿Pero cómo, al hombrecillo diminuto?...

-¡Por las fisuras craneanas!... ¡Pronto!

¡Cierto! ¿Cómo no se le había ocurrido a él? Y el sepulturero, de rodillas, inyecta en las fisuras el contenido entero de la jeringuilla, que filtra y desaparece entre las grietas. Pero seguramente algo ha llegado hasta la fisura a que el hombrecillo se adhiere desesperadamente. Después de ocho años de abstinencia, ¿qué molécula de cocaína no enciende un delirio de fuerza, juventud, belleza? El sepulturero fijó sus ojos a la órbita de la calavera, y no reconoció al hombrecillo moribundo. En el cutis, firme y terso, no había el menor rastro de arruga. Los labios, rojos y vitales, se entremordían con perezosa voluptuosidad que no tendría explicación viril, si los hipnóticos no fueran casi todos femeninos; y los ojos, sobre todo, antes vidriosos y apagados, brillaban ahora con tal pasión que el sepulturero tuvo un impulso de envidiosa sorpresa.

-Y eso, así... ¿la cocaína? -murmuró.

La voz de adentro sonó con inefable encanto.

-¡Ah! ¡Preciso es saber lo que son ocho años de agonía! ¡Ocho años, desesperado, helado, prendido a la eternidad por la sola esperanza de una gota!... Sí, es por la cocaína... ¿Y usted? Yo conozco ese olor... ¿cloroformo?
-Sí -repuso el sepulturero avergonzado de la mezquindad de su paraíso artificial. Y agregó en voz baja:- El cloroformo también... Me mataría antes que dejarlo.

La voz sonó un poco burlona.

-¡Matarse! Y concluiría seguramente; sería lo que cualquiera de esos vecinos míos... Se pudriría en tres horas, usted y sus deseos.
-Es cierto; -pensó el sepulturero- acabarían conmigo.

Pero el otro no se había rendido. Ardía aún después de ocho años aquella pasión que había resistido a la falta misma del vaso de deleite; que ultrapasaba la muerte capital del organismo que la creó, la sostuvo, y no fue capaz de aniquilarla consigo; que sobrevivía monstruosamente de sí misma, transmutando el ansia causal en supremo goce final, manteniéndose ante la eternidad en una rugosidad del viejo cráneo.

La voz cálida y arrastrada de voluptuosidad sonaba aún burlona.

-Usted se mataría... ¡Linda cosa! Yo también me maté... ¡Ah, le interesa! ¿verdad? Pero somos de distinta pasta... Sin embargo, traiga su cloroformo, respire un poco más y óigame. Apreciará entonces lo que va de su droga a la cocaína. Vaya.

El sepulturero volvió, y echándose de pecho en el suelo, apoyado en los codos y el frasco bajo las narices, esperó.

-¡Su cloro! No es mucho, que digamos. Y aún morfina... ¿Usted conoce el amor por los perfumes? ¿No? ¿Y el Jicky de Guerlain? Oiga, entonces. A los treinta años me casé, y tuve tres hijos. Con fortuna, una mujer adorable y tres criaturas sanas, era perfectamente feliz. Sin embargo, nuestra casa era demasiado grande para nosotros. Usted ha visto. Usted no... en fin... ha visto que las salas lujosamente puestas parecen más solitarias e inútiles. Sobre todo solitarias. Todo nuestro palacio vivía así en silencio su estéril y fúnebre lujo.

Un día, en menos de diez y ocho horas, nuestro hijo mayor nos dejó por seguir tras la difteria. A la tarde siguiente el segundo se fue con su hermano, y mi mujer se echó desesperada sobre lo único que nos quedaba: nuestra hija de cuatro meses. ¿Qué nos importaba la difteria, el contagio y todo lo demás? A pesar de la orden del médico, la madre dio de mamar a la criatura, y al rato la pequeña se retorcía convulsa, para morir ocho horas después, envenenada por la leche de la madre.

Sume usted: 18, 24, 9. En 51 horas, poco más de dos días, nuestra casa quedó perfectamente silenciosa, pues no había nada que hacer. Mi mujer estaba en su cuarto, y yo me paseaba al lado. Fuera de eso nada, ni un ruido. Y dos días antes teníamos tres hijos...

Bueno. Mi mujer pasó cuatro días arañando la sábana, con un ataque cerebral, y yo acudí a la morfina.

-Deje eso -me dijo el médico- no es para usted.
-¿Qué, entonces? -le respondí. Y señalé el fúnebre lujo de mi casa que continuaba encendiendo lentamente catástrofes, como rubíes.

El hombre se compadeció.

-Prueba sulfonal, cualquier cosa... Pero sus nervios no darán.

Sulfonal, brional, estramonio...¡bah! ¡Ah, la cocaína! Cuánto de infinito va de la dicha desparramada en cenizas al pie de cada cama vacía, al radiante rescate de esa misma felicidad quemada, cabe en una sola gota de cocaína! Asombro de haber sufrido un dolor inmenso, momentos antes; súbita y llana confianza en la vida, ahora; instantáneo rebrote de ilusiones que acercan el porvenir a diez centímetros del alma abierta, todo esto se precipita en las venas por entre la aguja de platino. ¡Y su cloroformo!... Mi mujer murió. Durante dos años gasté en cocaína muchísimo más de lo que usted puede imaginarse. ¿Sabe usted algo de tolerancias? Cinco centigramos de morfina acaban fatalmente con un individuo robusto. Quincey llegó a tomar durante quince años dos gramos por día; vale decir, cuarenta veces más que la dosis mortal.

Pero eso se paga. En mí, la verdad de las cosas lúgubres, contenida, emborrachada día tras día, comenzó a vengarse, y ya no tuve más nervios retorcidos que echar por delante a las horribles alucinaciones que me asediaban. Hice entonces esfuerzos inauditos para arrojar fuera el demonio, sin resultado. Por tres veces resistí un mes a la cocaína, un mes entero. Y caía otra vez. Y usted no sabe, pero sabrá un día, qué sufrimiento, qué angustia, qué sudor de agonía se siente cuando se pretende suprimir un solo día la droga! Al fin, envenenado hasta lo más íntimo de mi ser, preñado de torturas y fantasmas, convertido en un tembloroso despojo humano; sin sangre, sin vida-miseria a que la cocaína prestaba diez veces por día radiante disfraz, para hundirme en seguida en un estupor cada vez más hondo, al fin un resto de dignidad me lanzó a un sanatorio, me entregué atado de pies y manos para la curación.

Allí, bajo el imperio de una voluntad ajena, vigilado constantemente para que no pudiera procurarme el veneno, llegaría forzosamente a descocainizarme.

¿Sabe usted lo que pasó? Que yo, conjuntamente con el heroísmo para entregarme a la tortura, llevaba bien escondido en el bolsillo un frasquito con cocaína... Ahora calcule usted lo que es pasión.

Durante un año entero, después de ese fracaso, proseguí inyectándome. Un largo viaje emprendido diome no sé qué misteriosas fuerzas de reacción, y me enamoré entonces.

La voz calló. El sepulturero, que escuchaba con la babeante sonrisa fija siempre en su cara, acercó su ojo y creyó notar un velo ligeramente opaco y vidrioso en los de su interlocutor. El cutis, a su vez, se resquebrajaba visiblemente.

-Sí -prosiguió la voz- es el principio... Concluiré de una vez. A usted, un colega, le debo toda esta historia.

Los padres hicieron cuanto es posible para resistir: ¡un morfinómano, o cosa así! Para la fatalidad mía, de ella, de todos, había puesto en mi camino a una supernerviosa. ¡Oh, admirablemente bella! No tenía sino diez y ocho años. El lujo era para ella lo que el cristal tallado para una esencia: su envase natural. La primera vez que, habiéndome yo olvidado de darme una nueva inyección antes de entrar, me vio decaer bruscamente en su presencia, idiotizarme, arrugarme, fijó en mí sus ojos inmensamente grandes, bellos y espantados. ¡Curiosamente espantados! Me vio, pálida y sin moverse, darme la inyección. No cesó un instante en el resto de la noche de mirarme. Y tras aquellos ojos dilatados que me habían visto así, yo veía a mi vez la tara neurótica, al tío internado, y a su hermano menor epiléptico...

Al día siguiente la hallé respirando Jicky, su perfume favorito; había leído en veinticuatro horas cuanto es posible sobre hipnóticos.

Ahora bien: basta que dos personas sorban los deleites de la vida de un modo anormal, para que se comprendan tanto más íntimamente, cuanto más extraña es la obtención del goce. Se unirán en seguida, excluyendo toda otra pasión, para aislarse en la dicha alucinada de un paraíso artificial.

En veinte días, aquel encanto de cuerpo, belleza, juventud y elegancia, quedó suspenso del aliento embriagador de los perfumes. Comenzó a vivir, como yo con la cocaína, en el cielo delirante de su Jicky.

Al fin nos pareció peligroso el mutuo sonambulismo en su casa, por fugaz que fuera, y decidimos crear nuestro paraíso. Ninguno mejor que mi propia casa, de la que nada había tocado, y a la que no había vuelto más. Se llevaron anchos y bajos divanes a la sala; y allí, en el mismo silencio y la misma suntuosidad fúnebre que había incubado la muerte de mis hijos; en la profunda quietud de la sala, con lámpara encendida a la una de la tarde; bajo la atmósfera pesada de perfumes, vivimos horas y horas nuestro fraternal y taciturno idilio, yo tendido inmóvil con los ojos abiertos, pálido como la muerte; ella echada sobre el diván, manteniendo bajo las narices, con su mano helada, el frasco de Jicky.

Porque no había en nosotros el menor rastro de deseo -¡y cuán hermosa estaba con sus profundas ojeras, su peinado descompuesto, y, el ardiente lujo de su falda inmaculada! Durante tres meses consecutivos raras veces faltó, sin llegar yo jamás a explicarme qué combinaciones de visitas, casamientos y garden party debió hacer para no ser sospechada. En aquellas raras ocasiones llegaba al día siguiente ansiosa, entraba sin mirarme, tiraba su sombrero con un ademán brusco, para tenderse en seguida, la cabeza echada atrás y los ojos entornados, al sonambulismo de su Jicky.

Abrevio: una tarde, y por una de esas reacciones inexplicables con que los organismos envenenados lanzan en explosión sus reservas de defensa -los morfinómanos las conocen bien!- sentí todo el profundo goce que había, no en mi cocaína, sino en aquel cuerpo de diez y ocho años, admirablemente hecho para ser deseado. Esa tarde, como nunca, su belleza surgía pálida y sensual, de la suntuosa quietud de la sala iluminada. Tan brusca fue la sacudida, que me hallé sentado en el diván, mirándola. ¡Diez y ocho años... y con esa hermosura!

Ella me vio llegar sin hacer un movimiento, y al inclinarme me miró con fría extrañeza.

-Sí... -murmuré.
-No, no... -repuso ella con la voz blanca, esquivando la boca en pesados movimiento de su cabellera.

Al fin, al fin echó la cabeza atrás y cedió cerrando los ojos.

¡Ah! ¡Para qué haber resucitado un instante, si mi potencia viril, si mi orgullo de varón no revivía más! ¡Estaba muerto para siempre, ahogado, disuelto en el mar de cocaína! Caí a su lado, sentado en el suelo, y hundí la cabeza entre sus faldas, permaneciendo así una hora entera en hondo silencio, mientras ella, muy pálida, se mantenía también inmóvil, los ojos abiertos fijos en el techo.

Pero ese fustazo de reacción que había encendido un efímero relámpago de ruina sensorial, traía también a flor de conciencia cuanto de honor masculino y vergüenza viril agonizaba en mí. El fracaso de un día en el sanatorio, y el diario ante mi propia dignidad, no eran nada en comparación del de ese momento, ¿comprende usted? ¡Para qué vivir, si el infierno artificial en que me había precipitado y del que no podía salir, era incapaz de absorberme del todo! ¡Y me había soltado un instante, para hundirme en ese final!

Me levanté y fui adentro, a las piezas bien conocidas, donde aún estaba mi revólver. Cuando volví, ella tenía los párpados cerrados.

-Matémonos -le dije.

Entreabrió los ojos, y durante un minuto no apartó la mirada de mí. Su frente límpida volvió a tener el mismo movimiento de cansado éxtasis:

-Matémonos -murmuró.

Recorrió en seguida con la vista el fúnebre lujo de la sala, en que la lámpara ardía con alta luz, y contrajo ligeramente el ceño.

-Aquí no -agregó.

Salimos juntos, pesados aún de alucinación, y atravesamos la casa resonante, pieza tras pieza. Al fin ella se apoyó contra una puerta y cerró los ojos. Cayó a lo largo de la pared. Volví el arma contra mí mismo, y me maté a mi vez. Entonces, cuando a la explosión mi mandíbula se descolgó bruscamente, y sentí un inmenso hormigueo en la cabeza; cuando el corazón tuvo dos o tres sobresaltos, y se detuvo paralizado; cuando en mi cerebro y en mis nervios y en mi sangre no hubo la más remota probabilidad de que la vida volviera a ellos, sentí que mi deuda con la cocaína estaba cumplida. ¡Me había matado, pero yo la había muerto a mi vez!

¡Y me equivoqué! Porque un instante después pude ver, entrando vacilantes y de la mano, por la puerta de la sala, a nuestros cuerpos muertos, que volvían obstinados...

La voz se quebró de golpe.

-¡Cocaína, por favor! ¡Un poco de cocaína!

Horacio Quiroga (1878-1937)

martes, 15 de febrero de 2011

Es amor: Amy Levy

Posted by espejogotico 15:40, under | No comments

¿Es amor? (¿Is it love?) es un poema de amor de la escritora inglesa Amy Levy, publicado en la antología poética de 1889: Un plátano londinense y otros versos (A London Plane-Tree and Other Verses).

El título del poema plantea un interrogante difícil, esquivo, tan personal como trasladable a todos nosotros. Preguntarse si algo es amor o no puede desembocar tanto en una respuesta simple como en un variado abanico de reflexiones filosóficas. La tercera opción, acaso la más fascinante, es poetizar sobre el asunto, ejercicio que, al menos en la pluma de Amy Levy, alcanza una profundidad imprevisible.


¿Es amor?
¿Is it love? Amy Levy (1861-1889)

¿Es Amor o es Fama
Esta cosa por la cuál suspiro?
Quizás no tenga sentido
Encontrarle un nombre terrenal.

No sé qué puede aliviar mi pasado,
Ni cómo llamar a eso que deseo;
La pasión de mis sentimientos
Ruge como un tigre encadenado.

Amy Levy (1861-1889)

domingo, 13 de febrero de 2011

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viernes, 11 de febrero de 2011

Una noche de eden: Horacio Quiroga

Posted by espejogotico 11:06, under | No comments

Una noche de edén (Una noche de edén) es un relato fantástico del escritor uruguayo Horacio Quiroga, publicado en la edición de julio de 1928 de La vida literaria.

Una noche de edén examina una conversación imposible, cuyas variaciones sólo pueden pertenecer al genio de Horacio Quiroga.



Una noche de edén.
Una noche de edén, Horacio Quiroga (1878-1937)

No hay persona que escriba para el público que no haya tenido alguna vez una visión maravillosa. Yo he gozado por dos veces de este don. Yo vi una vez un dinosaurio, y recibí otra vez la visita de una mujer de seis mil años. Las palabras que me dirigió, después de pasar una noche entera conmigo, constituyen el tema de esta historia.

Su voz llegóme no sé de dónde, por vía radioestelar, sin duda, pero la percibí por vulgar teléfono, tras insistentes llamadas a altas horas de la noche. He aquí lo que hablamos: -¡Hola! comencé.

-¡Por fin! -respondió una voz ligeramente burlona, y evidentemente de mujer-. Ya era tiempo...
-¿Con quién hablo? -insistí.
-Con una señora. Debía bastarle esto...
-Enterado. ¿Pero qué señora?
-¿Quiere usted saber mi nombre?
-Precisamente.
-Usted no me conoce.
-Estoy seguro.
-Soy Eva.

Por un momento me detuve.

-¡Hola! -repetí.
-¡Sí, señor!
-¿Habla Eva?
-La misma.
-Eva... ¿Nuestra abuela?
-¡Sí, señor, Eva sí!

Entonces me rasqué la cabeza. La voz que me hablaba era la de una persona muy joven, con un timbre dulcísimamente salvaje.

-¡Hola! -repetí por tercera vez.
-¡Sí!
-Y esa voz... fresca... ¿es suya?
-¡Por supuesto!
-¿Y lo demás?
-¿Qué cosa?
-El cuerpo...
-¿Qué tiene el cuerpo?

Bien se comprende mi titubeo; no demuestra sobrado ingenio el recordarle su cuerpo a una dama anterior al diluvio. Sin embargo:

-Su cuerpo... ¿fresco también?
-¡Oh, no! ¿Cómo quiere usted que se parezca al de esas señoritas de ahora que le gustan a usted tanto?

Debo advertir aquí que esa misma noche, en una reunión mundana, yo me había erigido en campeón del sentimiento artístico de la mujer. Con un calor poco habitual en mí, había sostenido que el arte en el hombre, totalmente estacionado después de recorrer cuatro o cinco etapas alternativas e iguales en suma, había proseguido su marcha ascendente de emociones en la mujer. Que en su indumentaria, en sus vestidos, en el corte de sus trajes, en el color de las telas, en la sutilísima riqueza de sus adornos, debía verse, vital y eterno, el sentimiento del arte.

Esto había dicho yo. ¿Pero cómo lo sabía ella?

-Lo sé -me respondió-, porque todos ustedes piensan lo mismo. Igual pensaba Adán.
-Pero creo entender -repuse- que en el paraíso no había más mujer que usted...
-¿Y usted qué sabe?

Cierto; yo nada sabía. Y ella parecía muy segura. Así es que cambié de tono.

-Quisiera verla... -dije.
-¿A quién?
-A usted.
-¿A mí?
-Sí.
-¡Ah!, es usted también curioso... Le voy a causar horror.
-Aunque me lo cause...
-Es que... (Y aquí una larga pausa)... no estoy vestida. ¿Comprende usted? En el fondo del espacio donde me hallo... Y además, soy demasiado vieja para no infundir horror.. aun a usted. Puedo sin embargo vestirme, si usted me proporciona ropas, con una condición...
-¡Todas!
-Oh, muy pocas... Que me lleve con usted a ver señoras bien vestidas... como se visten ahora. ¡Oh, condescienda usted!... Hace miles de años que tengo este deseo, pero nunca como... desde anoche. Antes nos preocupábanos muy poco del vestido... Ahora ha llegado la mujer al límite en el sentimiento del arte.

Mis propias palabras, como se ve.

-Desde ese oscuro fondo del tiempo y del espacio -argüí-, ¿cómo?
-La serpiente de Adán, señor mío...
-¿De Adán? No, señora; suya.
-No, de Adán. De las mujeres son yararás que usted conoce, y una que otra serpiente de cascabel...
-Crotalus terrificus- observé.
-Eso es. Pero no son las víboras, sino el maravilloso vestido de la mujer de ahora lo que deseo ver. No puedo imaginarme qué puede ser ese arte sutil que enloquece a las personas como usted.

Por segunda o tercera vez la ilustre anciana la emprendía conmigo. ¿Qué hacer? Yo podía proporcionar a mi interlocutora las ropas que esperaba de mí, y podía también proseguir la aventura que llegaba hasta mí desde el fondo de la eternidad, a través de un trivial teléfono.

Fue lo que hice. Coloqué a su pedido las ropas tras el biombo de la chimenea, y bruscamente surgió ella ante mí, envuelta hasta los pies en negro manto. Llevaba antifaz con encaje, y en las manos guantes negros. Yo podía haber presentido, de fijar un instante más los ojos en su silueta, lo que había en realidad de esquelético en aquella fosca aparición. No lo hice, y procedí mal.

Sin ver, pues, más que aquella decrépita figura, terriblemente arrepentido de mi condescendencia, salimos del escritorio, y media hora más tarde llegábamos a una casa de mi relación, cuyas tres hermosísimas chicas reunían esa noche a unos cuantos amigos.

Lo que fue toda esa sesión: mi presencia en compañía de una ilustre anciana que por razones de estado deseaba conservar el incógnito; la burlesca estupefacción de las chicas que charlaban sin perder de vista al fenómeno; los esfuerzos míos para alejar de la situación un ridículo inexorable, las sonrisitas cruzadas de las damas ojeándonos sin cesar a la momia y a mí, toda esa interminable noche fue mucho más larga de sufrir que de contar.

Regresamos a casa sin haber cambiado una palabra, ni en el auto ni en los instantes en que dejé el sobretodo sobre una silla, y el sombrero no sé dónde. Pero cuando me hube sentado de costado al fuego, sin mirar otra cosa que el hogar de la chimenea y disgustado hasta el fondo de mi alma, la dama, del pie, tomó entonces la palabra.

-Yo me voy, señor -me dijo- Ni por mi situación ni por mi edad estoy en estado de permanecer más en su compañía, Por grata que me sea, pues no soy desagradecida. He visto lo que deseaba, y me vuelvo. Pero antes de partir deseo que usted oiga algunas palabras.

"Ustedes, los hombres, se han hartado de proclamar que la coquetería es patrimonio de las hijas de Eva, -culpa mía, si usted quiere- y que el mundo marcha mal desde que la primera mujer coqueteó con la serpiente... Yo podría aclarar este concepto, pero no quiero volver sobre una historia demasiado vieja ... aun para mí. Puedo decir, no obstante, que el adorno, la coquetería en la mujer, era una cosa muy sencilla, pues no teníamos para coquetear más que la cabellera. Después hubo otras muchas cosas... Pero a pesar de nuestra orfandad al respecto, algo pude hacer con mis diecisiete años... Usted debe saberlo por la Biblia.

"Pues bien: desde mucho tiempo atrás yo quería reencarnar en la vida contemporánea; mas era indispensable para ello, que viera cómo se visten las mujeres de ahora.

"¿Qué podía hacer yo, con mi pobre coquetería del Paraíso, con mis escasos adornos de muchacha anterior al diluvio? Por esto, y desesperanzada ya de reencarnar por largo tiempo con una nueva vida, he tomado la determinación de hacerlo por unas breves horas, y he elegido las horas pasadas para ponerme en contacto con el escritor que me escucha... y con las señoritas que gustan a ese escritor.

"Por lo poco que he visto, el mundo de ustedes ha progresado inmensamente en seis mil años, y hay ahora cosas admirables. Lo que no hay, óigame usted bien, es progreso en el adorno de la mujer. Ustedes lo creen así, porque dichos adornos cuestan dinero. En mi época, una chica estaba bien vestida cuando, a más de ser bella, llevaba en los cabellos flores o plumas de garza, tapados de pieles sobre los hombros, sartas de perlas en el cuello, y un abanico de grandes plumas en la diestra.

"Hoy, señor enamorado, después de seis mil años de febril progreso, de incalculables esfuerzos de la inteligencia y del arte, de sutiles refinamientos estéticos, hoy las mujeres bien vestidas llevan, exactamente como en las edades salvajes, plumas en la cabeza, pieles en los hombros, piedras en el cuello, flores en la cabeza y grandes plumas en la mano.

"¿Dónde está el progreso, quiere usted decirme? ¿Qué ha inventado de nuevo la mujer actual? ¿En qué revela su decantado refinamiento de arte?

"¡Bah, señor! Ustedes se dejan engañar a sabiendas, con su devoción feminista; pero salvo uno que otro detalle, la dama original y elegante de hoy debe recurrir fatalmente para su adorno a los miserables elementos del oscuro mundo primitivo: las pieles, las plumas, las piedritas que brillan.

"Y no sólo no se ha conquistado nada, sino que se ha rebajado el valor de tales adornos. El valor de una piel sedosa está en la fatiga que ha costado el obtenerla. El amante primitivo que a costa de su sangre conquistó al animal mismo, la piel para adornar con ella a su amada, consagró con ese precio el alto valor del adorno. Es bella la piel en los hombros de una muchacha porque el hombre que la amaba se desangró por conseguírsela. Este es su valor, como el de una obra de arte cualquiera, que para ser tal debe dejar exhausto un corazón.

"Hoy no es la muchacha más amada la que le luce la piel, sino aquella cuyo padre tiene más dinero. Y volveré a la nada en que he dormido seis mil años, sin comprender cómo las amigas de usted, y las otras y todas las mujeres de hoy, sienten tanto orgullo de lucir una piel que no ha conquistado el varón que aman, sino que han debido pagar muy caro al peletero; y sin comprender tampoco como ustedes los hombres no se mueren de vergüenza cuando se sienten orgullosos de ver a sus novias lucir un adorno que ustedes mismos han sido incapaces de obtener, y por el que otro hombre, también joven y buen mozo como ustedes dio todo su valor y su sangre en una cacería salvaje.

"Sólo esto quería decirle. Ahora, señor, me vuelvo. Le he sido a usted demasiado cargosa con mi ancianidad y mis tonterías para que no conserve usted de mí ni el recuerdo..." Permanecí impasible, sin apartar los ojos del fuego.

-¿Quiere usted, sin embargo, guardar un vago recuerdo mío? Lo autorizaría a usted a sacarme una fotografía...

Dijo; y sin hacerme rogar de nuevo, pues deseaba concluir de una vez con aquel atroz absurdo, me levanté, también sin mirar a la dama, volví con la máquina, y a toda prisa apreté el obturador.

¡Por fin! Eché una mirada salvadora al biombo que debía ocultarla de nuevo.

-¡Oh, esta vez no hay necesidad! -murmuró ella-. Con que cierre usted un instante los ojos, basta...

¡Los cerré con rabia, y cuando los abrí no había ya nadie allí!

Aquí concluye la historia. Y lo que sigue no es sino un eterno remordimiento.

Al hallarme solo, me hallé también sin sueño por el resto de la noche.

Y mitad por distracción, mitad por curiosidad fotográfica, revelé la placa.

¡Oh! ¿Qué razón no ha concebido a Eva desnuda como el cielo, virgen y hermosísima en la primera alba del Edén?

No una decrépita momia envuelta en negro: una criatura de diecisiete años, indescriptiblemente pura y curiosa, era lo que revelaba la fotografía. Y yo no había sabido verlo.

Al día siguiente, a las mismas altas horas de la noche, el teléfono sonó.

Era ella.

Cuanto alcanza un hombre a expresar de remordimiento, lo expresé en mi largo discurso.

-¡Vuelva! -supliqué por toda conclusión.
-No puedo -repuso ella. Y más burlonamente aún-: Estoy desnuda...
-Yo cazaré tigres para usted...
-¿Usted, cazar tigres ?... Usted es un cazador de historietas y no siempre verosímiles... Pero le estoy muy agradecida, sin embargo. Y si alguna vez vuelvo...

La voz se cortó. No oí más. Ni al día siguiente, ni después, nunca.

Horacio Quiroga (1878-1937)

lunes, 7 de febrero de 2011

La terrible venganza: Nikolai Gogol

Posted by espejogotico 18:45, under | No comments

La terrible venganza (Strashnaya myest') es un relato de terror del escritor ucraniano Nikolai Gogol, publicado en el segundo volumen de la colección de cuentos de terror de 1832: Atardeceres en una granja cerca de Nikanka (Vechera na khutore bliz Dikan'ki)

La terrible venganza es uno de los mejores relatos de terror de la literatura rusa. Su trama presenta una de las entidades mitológicas más fascinantes, poseedora de mil facetas distintas y todas aterradoras: el anticristo. Nikolai Gogol, desde un ángulo decididamente gótico, explora su creencia en la omnipotencia del mal en la vida cotidiana, región en donde se manifiesta con todo el peso de lo inevitable.


La terrible venganza.
Strashnaya myest', Nikolai Gogol (1809-1852)

En el oscuro sótano de la casa del amo Danilo, y bajo tres candados, yace el brujo, preso entre cadenas de hierro; más allá, a orillas del Dnieper, arde su diabólico castillo, y olas rojas como la sangre baten, lamiéndolas, sus viejas murallas. El brujo está encerrado en el profundo sótano no por delito de hechicería, ni por sus actos sacrílegos: todo ello que lo juzgue Dios. Él está preso por traición secreta, por ciertos convenios realizados con los enemigos de la tierra rusa y por vender el pueblo ucranio a los polacos y quemar iglesias ortodoxas.

El brujo tiene aspecto sombrío. Sus pensamientos, negros como la noche, se amontonan en su cabeza. Un solo día le queda de vida. Al día siguiente tendrá que despedirse del mundo. Al siguiente lo espera el cadalso. Y no sería una ejecución piadosa: sería un acto de gracia si lo hirvieran vivo en una olla o le arrancaran su pecaminosa piel. Estaba huraño y cabizbajo el brujo. Tal vez se arrepienta antes del momento de su muerte, ¡pero sus pecados son demasiado graves como para merecer el perdón de Dios!

En lo alto del muro hay una angosta ventana enrejada. Haciendo resonar sus cadenas se acerca para ver si pasaba su hija. Ella no es rencorosa, es dulce como una paloma, tal vez se apiade de su padre... Pero no se ve a nadie. Allí abajo se extiende el camino; nadie pasa por él. Más abajo aún se regocija el Dnieper, pero ¡qué puede importarle al Dnieper! Se ve un bote... Pero ¿quién se mece? Y el encadenado escucha con angustia su monótono retumbar.

De pronto alguien aparece en el camino: ¡Es un cosaco! Y el preso suspira dolorosamente. De nuevo todo está desierto... Al rato ve que alguien baja a lo lejos... El viento agita su manto verde, una cofia dorada arde en su cabeza... ¡Es ella! Él se aprieta aún más contra los barrotes de la ventana. Ella, entretanto, ya se acerca...

-Katerina, hija mía, ¡ten piedad! ¡Dame una limosna!

Ella permanece muda, no quiere escucharlo. Tampoco levanta sus ojos hacia la prisión, ya pasa de largo, ya no se la ve. El mundo está vacío; el Dnieper sigue con su melancólica canción y la tristeza vacía el alma. Pero, ¿conocerá el brujo la tristeza? El día está por terminar. Ya se puso el sol, ya ni se lo ve. Ya llega la noche: está refrescando. En alguna parte muge un buey, llegan voces. Seguramente es la gente que vuelve de sus faenas y está alegre; sobre el Dnieper se ve un bote... Pero, ¿quién se acordará del preso? Brilla en el cielo el cuerpo de plata de la luna nueva. Alguien viene del lado opuesto del camino pero es difícil distinguir las cosas en la penumbra..., ¡pero sí!... Es Katerina que está volviendo.

-¡Hija, por el amor de Cristo! Ni los feroces lobeznos despedazan a su madre. ¡Hija mía!..., ¡mira al menos a este criminal padre tuyo!

Ella no lo escucha y sigue su camino.

-¡Hija!... ¡En el nombre de tu desdichada madre!

Ella se detuvo.

-¡Ven, ven a escuchar mis últimas palabras!
-¿Para qué me llamas, apóstata? ¡No me llames hija! Ningún parentesco puede existir entre nosotros. ¿Qué pretendes de mí en nombre de mi desdichada madre?
-¡Katerina! Se acerca mi fin. Sé que tu marido me atará a la cola de una yegua y luego la hará galopar por el campo... ¡Y quién sabe si no elegirá una ejecución más terrible!
-¿Acaso hay en el mundo una pena que se iguale a tus pecados? Espérala, nadie intercederá por ti.
-¡Hija! No temo el castigo, más temo los suplicios en el otro mundo... Tú eres inocente, Katerina, tu alma volará al paraíso, al reino de Dios. Mientras, el alma de tu sacrílego padre arderá en el fuego eterno, un fuego que nunca se apagará. Arderá cada vez más fuerte; ni una gota de rocío caerá sobre mí, ni soplará la más leve brisa...
-No está en mi poder aplacar aquel castigo -dijo Katerina, volviendo la cabeza.
-¡Katerina! ¡Una palabra más, tú puedes salvar mi alma!. Tú no te imaginas qué bueno y misericordioso es Dios. Habrás oído la historia del apóstol Pablo, un gran pecador que luego se arrepintió y se convirtió en un santo.
-¿Qué puedo hacer yo para salvarte? -respondió Katerina-. ¿Acaso yo, una débil mujer, puede pensar en ello?
-Si pudiese salir de aquí, renunciaría a todo y me arrepentiría. Confesaría mis pecados, me iría a una cueva, aplicaría ásperos cilicios sobre mi cuerpo y, día y noche, rogaría a Dios. No sólo no comería carne, ¡ni siquiera pescado comería! No cubriría con ningún manto la tierra sobre la que me echara a dormir. ¡Y rezaría, rezaría sin descanso! Y si después de todo esto la bondad divina no me perdona aunque sólo sea la décima parte de mis pecados, me enterraría hasta el cuello en la tierra y me amuraría dentro de una muralla de piedra. No tomaría alimento, no bebería agua. Dejaría todos mis bienes a los monjes para que durante cuarenta días con sus noches rezaran por mí...

Katerina se quedó pensativa.

-Aunque yo abriese la puerta -dijo-, no podría quitarte las cadenas...
-No son las cadenas lo que yo temo -dijo él-. ¿Crees que han encadenado mis manos y mis pies? No. Yo eché bruma en sus ojos y en lugar de mis brazos les tendí madera seca. ¡Mírame!... Ninguna cadena hay sobre mis huesos -añadió, surgiendo entre las sombras del sótano-. Tampoco temería estos muros y pasaría a través de ellos, pero tu marido no se imagina qué muros son éstos: los construyó un santo ermitaño y ninguna fuerza impura puede hacer salir a un prisionero, pues la puerta tiene que abrirse con la misma llave con que el santo cerraba su celda. ¡Una celda así cavaré para mí, pecador, el mayor de los pecadores!
-Escucha... yo te pondré en libertad, pero ¿y si me estás engañando? -dijo Katerina, deteniéndose junto a la puerta-. ¿Y si en lugar de arrepentirte sigues hermanado con el diablo?
-No, Katerina, ya me queda poca vida. Ya, aunque no fuera a ser ejecutado, mi fin estaría cerca. ¿Es posible que me creas capaz de exponerme al castigo eterno? -sonaron los candados-. ¡Adiós! ¡Que Dios todo misericordioso te ampare, hija mía! -dijo el hechicero, besándola en la frente.
-¡No me toques, horrendo pecador! ¡Vete, pronto! -decía Katerina.

Pero él ya había desaparecido.

-Lo he puesto en libertad -se dijo ella, asustada y mirando con ojos enloquecidos las paredes-. ¿Qué le diré a mi marido? Estoy perdida. Lo único que me queda es enterrarme viva -y sollozando se dejó caer en el tronco que servía de silla al prisionero-. Pero salvé un alma -dijo ella, quedamente-, hice una obra grata a Dios; ¿y mi marido?... Es la primera vez que lo engaño. ¡Oh, qué horrible! ¿Cómo podré guardar mi mentira? Alguien viene. ¡Y es él, mi marido! !Es él, mi marido! -gritó desesperadamente, y cayó a tierra desvanecida.
-Soy yo, mi niña. ¡Soy yo, mi corazón! -oyó decir Katerina, recobrándose y viendo ante sí a la vieja sirvienta. La mujer, inclinada sobre ella, parecía susurrar ciertas palabras y con su seca mano la salpicaba con gotas de agua fría.
-¿Dónde estoy? -decía Katerina, incorporándose a medias y mirando a su alrededor-. Ante mí se agita el Dnieper, y detrás de mí se alzan las montañas. ¿Adónde me has traído, mujer?
-Te he sacado en brazos de aquel sótano sofocante y luego cerré la puerta con la llave para que el amo Danilo no te castigue.
-¿Y dónde está la llave? -dijo Katerina, mirando su cinturón-. No la veo.
-La desanudó tu marido, hija mía, para ir a ver al brujo.
-¿Para verlo?... ¡Ay, mujer, estoy perdida! -exclamó Katerina.
-Dios nos libre de eso, mi niña. Tú debes permanecer callada, mi niña, nadie sabrá nada.
-¿Has oído, Katerina? -exclamó Danilo, acercándose a su mujer. Sus ojos llameaban, mientras el sable, tintineando, se balanceaba en su cinturón. La mujer quedó muerta de espanto-. ¡Él se escapó, el maldito Anticristo!
-¿Acaso alguien lo ha dejado huir, amado mío? -dijo ella, temblando.
-Seguramente lo dejaron salir, pero fue el diablo. Mira, en su lugar hay un tronco encadenado. ¡Por qué habrá hecho Dios que el diablo no tema las garras cosacas! Si sólo se me cruzara por la cabeza la idea de que alguno de mis muchachos me ha traicionado, y, si llegara a saber... ¡Ah!, no encontraría un castigo digno de su culpa...
-¿Y si hubiera sido yo? -dijo involuntariamente Katerina, pero enseguida se calló.
-Si tal cosa fuese verdad, no serías mi esposa. Te cosería dentro de una bolsa y te arrojaría al Dnieper.

Katerina se sintió desvanecer, le pareció que sus cabellos se separaban de su cabeza. En la taberna del camino fronterizo se juntaron los polacos y hace dos días están de gran juerga. Hay bastante de toda esta chusma. Se habrán juntado probablemente para una incursión; algunos de ellos hasta llevan mosquete. Se oyen sonar las espuelas y tintinear los sables. Los nobles polacos beben, gritan y se vanaglorian de sus extraordinarias hazañas, se burlan de los cristianos ortodoxos, llaman a los ucranianos sus siervos, retuercen con aire digno sus mostachos y se repantigan en los bancos con las cabezas erguidas. Está con ellos el cura polaco, pero ese cura tiene la misma traza de sus compatriotas; ni por su aspecto perece un sacerdote: bebe y festeja como todos y con su impía lengua pronuncia palabras repugnantes. Tampoco los sirvientes se quedan atrás: arremangándose sus rotas casacas como si fueran hombres de bien, juegan a los naipes y pegan con ellos en las narices de los perdedores... Y se llevan mujeres ajenas... ¡Gritos, peleas!... Los señorones parecen poseídos y hacen bromas pesadas: tiran de la barba al judío tabernero y pintan, sobre su frente impura, una cruz; luego disparan contra las mujeres con balas de fogueo y bailan el krakoviak con su inmundo cura. Nunca se vio tal desvergüenza ni siquiera durante las incursiones tártaras: es posible que Dios haya querido, permitiendo estas atrocidades, castigar los pecados de la tierra rusa... Y entre el endemoniado rumor se oye mencionar la chacra del amo Danilo y de su hermosa mujer, allá, en la otra orilla del Dnieper. Para nada bueno se ha juntado esta pandilla.

El amo Danilo se halla sentado en su habitación, acodado sobre la mesa. Parece meditar. Desde el banco el ama Katerina canta una canción.

-¡Estoy muy triste, querida mía! -dijo el amo Danilo-. Me duele la cabeza, me duele el corazón. Algo me oprime... Se ve que la muerte anda rondando mi alma.
-¡Oh, mi amado Danilo! Apoya tu cabeza en mi pecho. ¿Por qué acaricias en tu corazón pensamientos nefastos? -pensó Katerina, pero no se atrevió a decirlo en voz alta. Se sentía culpable y le resultaba imposible recibir caricias de su esposo.
-Escucha, querida -dijo Danilo-. No abandones jamás a nuestro hijo cuando yo deje esta vida. Dios no te daría felicidad si lo abandonaras, ni en este mundo ni en el otro. ¡Sufrirán mis huesos al pudrirse en la tierra, pero más, mucho más, sufrirá mi alma!
-¿Qué dices, esposo mío? ¿No eras tú quien se burlaba de las débiles mujeres, tú, que ahora hablas como una de ellas? Aún has de vivir mucho tiempo.
-No, Katerina, mi alma presiente su próximo fin. Se vuelve triste la vida en esta tierra; se acercan tiempos aciagos. ¡Ah, cuántos recuerdos! ¡Aquellos años que ya no volverán! Aún vivía Konashevich, gloria y honor de nuestro ejército. Veo pasar ante mis ojos los regimientos cosacos. ¡Aquélla sí fue una época de oro, Katerina! El viejo hetmán montaba en su caballo moro, en sus manos refulgía el bastón, mientras a su alrededor se agitaba la infantería cosaca... ¡Ah, cómo se movía el rojo mar de jinetes de Zaporozhie. El hetmán hablaba y todos quedaban como petrificados. Y el viejo lloraba cuando recordaba nuestras antiguas hazañas, aquellas luchas cuerpo a cuerpo. ¡Ah, Katerina, si supieras cómo peleábamos con los turcos! En mi cabeza conservo una profunda cicatriz. Cuatro balas me han atravesado y ninguna de estas heridas ha terminado de curarse, ¡Cuánto oro arrebatamos entonces! Los cosacos traían sus gorras llenas de piedras preciosas. ¡Y qué caballos, Katerina, si supieras qué caballos apresábamos entonces! No, ya no podré pelear como entonces. Parece que no estoy viejo, mi cuerpo se mantiene ágil; pero la espada cosaca se cae de mis manos, vivo sin hacer nada y yo mismo ya no sé para qué vivo. No hay orden en Ucrania. Los coroneles y los esaúles1 riñen entre sí como los perros; no hay guía que los dirija. Nuestras familias de abolengo adoptaron las costumbres polacas, aprendieron su hipócrita astucia... Vendieron sus almas al aceptar la unia2. Los judíos explotan al pobre. ¡Oh tiempos, tiempos pasados! ¿Dónde han quedado mis años juveniles? ¡Anda, muchacho! Tráeme de la bodega un jarro de hidromiel. Beberé por nuestra suerte de antaño, por los tiempos idos.

-¿Con qué vamos a convidar a las visitas, mi amo? ¡Por el lado de las llanuras se acercan los polacos! -dijo Stetzko, entrando en la jata3.
-¡Sé muy bien a qué vienen! -exclamó Danilo, levantándose de su asiento-. ¡Ensillen los caballos, mis servidores. ¡Colóquenles sus guarniciones! ¡Todos los sables fuera de las vainas! ¡Ah, y a no olvidarse de la avena de plomo: recibiremos con honra a los visitantes!

Los cosacos aún no habían tenido tiempo de montar sus caballos y cargar sus mosquetes cuando los polacos, cuál ocres hojas cayendo de los árboles en otoño, cubrieron totalmente la falda de la montaña.

-¡Bueno, bueno! ¡Aquí hay con quién charlar a gusto! -dijo Danilo, mirando a los gordos señores que muy orondos se balanceaban en sus cabalgaduras con arneses de oro-. ¡Por lo que veo nos está esperando una fiesta hermosa! ¡Goza, pues, tu última hora, alma de cosaco! Ha llegado nuestro día: ¡a festejarlo, pues, muchachos!

Y comenzó la orgía de las montañas. Comenzó el gran festín: ya se pasean las espadas, vuelan los proyectiles, relinchan los corceles. Los gritos enloquecen la mente, el humo enceguece los ojos. Todo se mezcla; pero el cosaco siente dónde está el amigo y dónde el enemigo. Y cuando estalla una bala, cae del caballo un bravo jinete; cuando silba el sable, una cabeza rueda por tierra murmurando palabras confusas. Pero en medio de la multitud siempre sobresale el rojo tope de un gorro cosaco. Es el amo Danilo: brilla el cinto de oro de su casaca azul, vuela como un torbellino la crin de su caballo moro. Está en todas partes, parece un pájaro. Grita y agita su sable de Damasco y pega golpes a diestra y siniestra...

-¡Pega, asesta tus sablazos, cosaco! ¡Date el gusto, diviértete, cosaco! Goza con tu corazón de valiente!, pero no vayas a distraerte con los arneses de oro y las ricas casacas. ¡Pisa con herraduras de tu corcel el oro y las piedras preciosas! ¡Clava tu lanza, cosaco! Goza, goza, pero mira hacia atrás, los impíos polacos están prendiendo fuego a las viviendas y se llevan el asustado ganado.

Y el amo Danilo, como un torbellino, vuelve grupas, y ya se ve su gorro con el tope rojo cerca de las jatas, y mengua la muchedumbre de los enemigos.

Varias horas duró la pelea entre cosacos y polacos. El número de éstos era cada vez menor, pero el amo Danilo parecía incansable. Con su larga lanza abatía a los jinetes enemigos, y su bravo caballo picoteaba a los que estaban de pie. Ya queda libre de invasores el patio, ya huyen los polacos, ya los cosacos se abalanzan sobre los enemigos muertos para arrancar sus casacas adornada de oro y los ricos arneses. Y el amo Danilo se disponía a reunir a su gente para iniciar la persecución, cuando... de pronto, se estremeció... Creyó ver al padre de Katerina. Estaba ahí, sobre la loma, apuntándole con un mosquete. Danilo fustigó su caballo hacia donde se hallaba el otro...

-¡Cosaco, estás ideando tu perdición!

Retumba el mosquete y el brujo desaparece detrás de la loma. Sólo el fiel Stetzko ve cómo desaparece la vestidura roja y el extraño gorro. Pero el cosaco vacila, cae a tierra. Ya se lanza el fiel Stetzko, para ayudar a su amo, tendido en tierra, cerrados sus claros ojos. Pero ya Danilo ha percibido la presencia de su fiel servidor. ¡Adiós, Stetzko! Dile a Katerina que no abandone a su hijo y no lo abandonen ustedes, mis fieles servidores -dijo, y luego calló.

Ya vuela el alma del cosaco de su cuerpo, morados están sus labios... Duerme el cosaco y ya nadie podrá despertarlo.

Nikolai Gogol (1809-1852)

Partida: Charlotte Bronte

Posted by espejogotico 18:43, under | No comments

Partida.
Parting, Charlotte Brontë (1816-1855)

Es insensato lamentarse,
Aunque estemos condenados a partir:
Lo único sensato es recibir
El recuerdo de alguien en el corazón:

Se puede habitar en los pensamientos
Que nosotros mismos hemos cultivado,
Y rugir con desprecio y coraje ultrajado
Que el mundo haga su peor parte.

No dejaremos que sus locuras nos atribulen,
Como de quien viene los tomaremos;
Y al final de cada día encontraremos
Una risa alegre como hogar.

Cuando dejemos a cada amigo y hermano,
Cuando lejos estemos separados,
Pensaremos uno en el otro,
Incluso mejor de lo que fuimos.

Cada vista gloriosa encima de nosotros,
Cada vista agradable debajo,
Nos uniremos con los que nos han dejado,
Con quienes, incluso en la muerte, todavía amamos.

Al ocaso, cuando nos sentemos
en soledad cerca del fuego,
El corazón cálido y sincero
Recibirá el mismo pago.

Podemos quemar las obligaciones que nos encadenan,
Urdidas por frías manos humanas,
Allí donde nadie se atreve a desafiarnos
Podemos, en el pensamiento, encontrarnos.

Por eso el llanto es insensato,
Sostén como puedas un espíritu alegre;
Y nunca dudes que el Destino ofrece
Un futuro grato por el dolor presente.